domingo, 26 de octubre de 2008

Tremañes en la memoria


En Gijón hay barrios para todos los gustos, y cada uno de ellos tiene sus modos y maneras, los cuales han ido configurando como un guante a sus moradores a la vez que ha ido alambicando toda una idiosincrasia que ha conformado y conforma, la propia historia del barrio.

En un número ya pasado de AGORA, intentaba retratar un carismático barrio gijonés como es Cimadevilla, y algún amigo,  y hasta el director de la revista me hacía algunas precisiones históricas e historicistas, y aunque les doy la razón en casi todo ello, no hay que perder de vista lo que en el imaginario colectivo se impregna. Por ejemplo “La Perala”, me queda claro que no era una puta, pero así ha quedado en el imaginario colectivo de Gijón, y más, si nos referimos a los que vivimos en el Gijón Extramuros, a los cuales nos quedan como retazos ciertas historias, recuerdos e imaginarios colectivos.

Supongo que cuando revisamos el imaginario sobre una parroquia, por ejemplo la mía Tremañes, nos asaltarán las imágenes tópicas de gitanos y portugueses a tutiplén, o que tal territorio, era y es, el paraíso de las naves industriales. En parte fue así, pero visto desde la perspectiva del oriundo o del autóctono esa imagen no se ajusta a la realidad como debiera. Eso es lo que sucede cuando se describen los barrios no desde la base documental, sino muy al contrario, buscando esas imágenes que a uno le quedan en la memoria, en la retina, en el subconsciente.

Dicho esto, paso como ave de pluma, por un barrio cuya frontera traspasé tantas y tantas veces, primero para visitar a una tía abuela Doñas Rosario, trabajadora de Metal Graficas Moré, que vivía en “Les Cases del Prado” (Cuatro Caminos), casas que aún perviven encajonadas entre un bar con solera como es “La Pipa”, y lo modernos edificios de entonces, que le cortaban el paso hacia la carretera de Moreda al Musel, lo mismo ocurre ahora, lo que pasa que la carreteruca se ha ampliado y ahora se titula como  una moderna  Avenida del Príncipe de Asturias.

 Estamos hablando de hace casi 50 años, una eternidad y ya en el 2007, año al cual los críos de entonces parecía que nunca íbamos a llegar, y ya ven ¡Aquí estamos¡

En las constantes visitas al barrio  de La Calzada uno se iba dando cuenta que esa gran urbe que hoy alberga a más de 60.000 almas, se parte y reparte en trozos y medidas, en calles y personajes, pues aunque se habla de la Calzada como algo homogeneo,l uego uno se da cuenta que comienza en una difusa frontera marcada por otro barrio como es el del Natahoyo, y que concluye a la puerta de la nada de entonces: Puente Seco;  y cuyo barrio hay que sumarle el sabor rural de buena planta que supone  la parroquia de Jove con sus Quintas y bellas casonas.

Pues eso, uno se iba dando cuenta que ese gran espacio estaba compuesto por unas sutiles fronteras que delimitan a su vez  una especie de micro barrios, como si fueran muñecas rusas: así tenemos a vuela pluma: Cuatro Caminos, Cerillero, La Yenca, Fátima, La Govasa, La Algodonera, etc..

Pero esa percepción  no nace de buenas a primeras, sino que la fue obteniendo a medida que  traspasaba las lindes barriales camino de la escuela. Por cierto, si  hoy se quejan las mamás de lo que sufren sus retoños, tenían que vernos en de aquellas largas caminatas con 7 u 8 años, rumbo a la escuela, sita en pleno barrio de La Calzada, o dirección más tarde del Instituto,  con apenas unos 10, y allí íbamos cada día con el cabás a cuestas, como antes se decía, o sea con la cartera llena de libros y papelazos,  y sin olvidar tampoco la cesta con la comida  para devorar en la propia escuela, y todo ello aderezado  con una “jartá” de kilómetros cada día en la patucas.

De esta manera me adentraba yo en La Calzada, por medio de una muy certera frontera que marcada la terrible “Caleyina” , sendero que nacía al pie de la estación de RENFE que antes era Estación de Tremañes y ahora es Apeadero de La Calzada,

A partir de aquella siniestras frontera, cuyos limites de trazada eran un espeso “matu” a un lado, y un extraño muro hecho a base de escorias siderurgias de gran altura al otro, conformaba  aquel pasadizo el paso iniciático al barrio industrial por excelencia, aunque  ya por aquellas alturas se encontraba en pleno declive, pues sus industrias no eran otra cosa que corroídos muros que dejaban ver las despanzurradas tripas de lo que fue el tejido fabril más importante de Asturias

Aquellas industrias variadas y variopintas; “la cerillera, la aceitera, la harinera”, la algodonera, la sombrerera, la azucarera”, solo conocí por el nombre propio la Cordelera Varas, y como estrellas del universo industrial con bellas instalaciones estaban: Gijón Fabril, y la fábrica de cervezas La Estrella de Gijón, a lo que hay que sumar los múltiples astilleros de desarrollaban sus trabajos de  espaldas a la urbe.

Lo cierto es que resultaba para los oriundos de una  aldea como Tremañes, como era mi caso, un poco paradójico entrar en el barrio de La Calzada, con aquellos murallones de la Caleyina,  de Gijón Fabril, del Orfanato Enquire Cangas, cierres que parecían albergar mil y una historias de fantasmas, y de aparecido,  que nos permitían llegar a la modernidad.  ¿Por qué será que las fronteras entre los barrios como La Calzada y Tremañes, se presentaban a mis ojos tan siniestras, y llenas de murallones?

Una de aquellas fronteras era la que nacía al pie de la “Quinta Marina”,  sita en El Plano, un  paso a  nivel con guardabarrera de la RENFE,  cuyos molinetes para el paso peonil nos divertían tanto a los guajes de entonces. “Paso a Nivel” que tanto vidas se cobró, y cuya existencia siempre andaba revestida de macabras historias que cada día revivíamos los infantes camino de la otra escuela, en esta caso hacia la Academia de Don Paco, trayecto que compartíamos con el diario desfile de trabajadores hacia las fábricas de Moreda, o  de Loza.

Tal vez todas estas historias, ficticias o verdaderas, nimias o de envergadura, eran la más eficaz herramienta para contener a la muchachada dentro de los límites barriales solo profanados por la obligación de ir a la escuela, bien porque  nos habían echado por imposible de las propias, o porque los padres querían algo mejor.

 Lo cierto es que fuera de estos obligatorios trayectos, se veía poca muchachada cruzar las fronteras de los barrios, y cuando se traspasaban  eran algo así como las incursiones de la peliculera “Guerra de los Botones”, y lo malo no quedar sin botones, lo malo era presentarse ante la comandancia materna con aquellas trazas presentando como excusa inverosímiles aventuras fruto de nuestras calenturientas mentes infantiles.

Una de mis primeras impresiones del populoso barrio de La Calzada, era el de un olor que penetraba hasta los tuétanos, y con el cual una buena parte de la barriada convivía, mal que bien,  y que provenía de la “pellejería” situada detrás de la Calle Costa Rica, en los aledaños de aquella enorme corralada denominada “El Callejón” que rápidamente fue fruto de la piqueta para dejar paso a una moderna avenida.

Aquella pestilencia nos deleitaba, a los escolinos del 1º curso de bachillerato del filial nº 1 del Jovellanos,  allá por los años 1964, y lo hacía con el rancio alimento para nuestras pituitarias de la peste de los pellejos echados al secado. Echar de aquellos entornos tal industria, costó años y paños, y no fue tarea fácil. Para mi que se consumó tal destierro por temas de la incipiente gestión urbanística más que a elementos de salubridad.

Entrar en la Calzada, fuera de las obligaciones escolares, era un deleite pues era entrever  el mundo de la modernidad, más tarde descubriría que había otros mundos más modernistas, como el de la propia ciudad de Gijón, pero para aquel rapaz con apenas siete años, amén de las incursiones de la mano de los progenitores por tierras gijonesas, La Calzada, me parecía algo fantástico, pues por allí pasaban los tranvías que pillábamos los domingos para irnos a la playa-merendero de Aboño, solar playero del calzadismo, con sus mesas acotadas y hasta con propietario, como las tumbas en los cementerios.

Era un clasismo increíble pero compartible, como compartíamos a su vez la grey infantil los juegos y hazañas en aquella gran duna de la playa de Aboño. Hoy todo ese entorno está convertido en un inmenso Parque de Carbones, al cual hay que dar la espalda cuando se sube a la atalaya de la Campa de Torres, para no ver su fealdad e impacto..

De la Calzada, también me queda el recuerdo nocturno de rápidos cruces por sus calles camino del hogar después de una sesión de pesca de “panchinos” en el puerto pesquero del Musel, cuando había lanchas y pescado, cosa que ahora de ninguna de las dos queda rastro.

La Calzada fue madurando como uno mismo lo ha ido haciendo, y eso permitió conocer lugares y lugareños, como  Reugeot el sastre, a Peroti, a Don Enrique, el fáctotun de aquel abigarrado Ateneo Obrero de La Calzada que puso en su día marcha el masón Gervasio de la Riera.

Entre los personajes calzadistas nos podemos olvidarnos del gran retratista del calzadismo el fotógrafo César, oriundo de Tremañes, y al cual le veíamos por Pascua Florida, y por San Juan;  por su aldea natal. Y  así tantos y tantos otros, como el mítico Don Carlos Prieto, que tantas canas le sacábamos los neños de entonces, como médico cirujano del lugar; allí estaban “Kisol”, el gran “Quique” prodigio de la integración de la deficiencia en pleno barrio; más tarde  vendrían los Hevia Carriles, el cura Don José Luis, el de Fátima; más retrasado D. Benito, aquel cura rojo,  que dejó  con media sonrisa  boba a las beatas cuando se casó con la “rusa”.

Debería estar aquí a mi lado, mi tío Arturo, el Moliñeru” aquel que se fue para la Argentina, para el Buenos Aires de Gardel, ese que viene cada dos años, y al cual  necesitaría con urgencia para indicarme con su prodigiosa memoria, los  hechos y dichos que han sucedido en esta gran urbe obrera y fabril de Gijón.

Y sería necesario su regreso, como el de tantos otros,  y para que nos enseñaran a la vieja usanza, el estilo  oral,  quién era quién en el barrio. Es interesante el recuerdo de los que se fueron, pues su disco duro mental no se ha llenado de cosas vanas, ellos han dejado grabado a fuerza de nostalgia, un rinconcito en su disco duro, donde se almacenan los recuerdos más increíble s con una nitidez impresionante.

 Así se ha ido construyendo mi particular universo, reconociendo en este barrio una filosofía: El Calzadismo, que aún pugna por permanecer en pie en algunas calles, en algunos edificios y en algunos bares, como “La Pipa”, o “Casa Toni”,  por no olvidar  “El Cubano”  o alguna escondida bodega, ajenos  todos ellos a la postmodernidad que los atrinchera.

Esa filosofía todavía está presente, a retazos, en la Avenida de la Argentina a la que  se asoman modernos edificios, entremezclados con aquellos otros que vieron convivir a la pléyade anarquista y socialista, que asentó sus reales en estos parajes, luego vinieron los comunistas, aunque antes estuvieron los masones con un taller masónico en Jove, que arribó a tales parajes de la mano de Gervasio de la Riera colocando como título distintivo a tal futura logia el de “Evaristo San Miguel”,  De la Riera impulsó la creación del Ateneo Obrero de la Calzada, que conocí gobernando desde no se sabe desde que puesto o autoridad por Don Enrique, conocedor de empresas, utopías y maldades.

Pero esta es otra historia, la del Ateneo y sus historias políticas, que las hubo y muchas…

Y así se va construyendo todo un imaginario, lleno de ensoñaciones, donde el cine juega un papel importante en mi vida y en la del barrio, pues si en mi retina tengo el gran telón del Cine de Los Campos Elíseos, en pleno Gijón, debía ser yo muy pequeño pues poco más me queda en el recuerdo. El Cine Rivero en la Calzada es todo un referente para el calzadismo y la Calzada.

“El Rivero” era  cine al que bajábamos los domingos a la sesión de las tres, y como mucho  a  la de las cinco, aunque solía ser esta última para mayores; y lo hacían  desde los naturales de La Calzada, a los de Jove o los de las aldeas limítrofes, hasta llenar aquel anfiteatro “holiwudiense” en pleno pulmón calzadista.

Cine de barrio  que con sus películas de romanos, o de vaqueros, y como no de duchos y pérfidos espadachines alimentaba nuestras mentes para la construcción de artilugios para uso y disfrute infantil: espadas, escudos, historias, y tramas, que nos servían para todo un mes de juegos y andanzas.

Así era la Calzada, un barrio donde la filosofía reinaba por los poros de la urbe industrial, pues no en vano era escuela y universidad para muchos,  y un lugar donde sentirse ciudadano, y de cuya filosofía ustedes aún pueden disfrutar  entrando a tomarse una sidra  un viernes al atardecer en “Casa Toni”, en Cuatro Caminos, y bien pueden ilustrarse  repasando el libro: Foto Cesar, la Calzada de Gijón. (Hechos y personaje del siglo XX), cronista de un barrio y de una época que a buen seguro que les sugerirá más cosas que estas malas frases traídas aquí al refilón de la memoria.

Victor Guerra.